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Todo comenzó de forma muy simple: Maslelo Marcelo Ebrard, Jefe de Gobierno del Distrito Federal, presidenciable en ciernes e incansable record-man de lo trivial y lo naquito, respondió a un tuit de su pareja, una sinuosa hondureña con aspiraciones de primera dama mexicana. Y lo gracioso fue que se olvidó un poco de la protocolaria distancia que suelen mantener los servidores públicos con sus cónyuges y se dirigió a ella como "Mamita". Pausa para risas con sorna, Finísimos.
¿Ya terminaron de reírse? Proseguimos. La verdad es que yo esperaba una vorágine de chistes y choteo en redes sociales, pues los precedentes establecidos por incidentes como "Juay de Rito" o "¡FUAAAAA!" suelen ubicarnos a la cabeza de la consolidación de trending topics de dudosa valía.
Pero no. Sí hubo algunos comentarios y bromas al respecto, pero me sorprendió que el asunto no pasó a ser algo más grande y pronto fue sepultado entre chistes atribuidos a Ninel Conde y demás ciberchorradas. El meme con inmenso potencial de crecimiento terminó por morir en la vaina misma.
Y creo que es porque, en materia de apodos cariñosos cursis, prácticamente todos tenemos cola que nos pisen.
No se hagan. Es más, hagan memoria. Seguro le han dicho a alguien cosas mucho más risibles que un inocente "mamita". Bueno, yo confieso que me gustaba usar justo esa expresión para que me respondieran con un "papito", lo que a su vez daba pie para usar mi naquérrima respuesta de "pa' pito, el mío", que causa algo de gracia indignada la primera vez, una sonrisa a medias la segunda y caras de lástima de ahí en adelante. No es un chiste que tenga muchas "piernas" en ese sentido: se cansa rápido y acaba por irritar. Pero hacerlo es un reflejo cuasi pavloviano. Y usar "cuasi" en vez de un perfectamente legítimo "casi" es un alarde de pedantería que tendría que acarrear pena de muerte, creo.
Pero no nos desviemos: Ebrard le dijo "mamita" a su chica y algunos bromeamos al respecto, pero el Mamitagate no llegó más lejos debido a la vergüenza que sentimos, muy en el fondo, cada vez que ideamos alguna expresión de cariño para otra persona.
En un mundo de Puchunguitos, Bombones y Chaparritas, las Mamitas y Papitos son pecata minuta. Y no voy a decir nombres, pero muchos de mis amigos y familiares van a salir bastante maltrechos al término de este texto. Todos tienen (tenemos) pecadillos afectivos en materia de apodos pinchones, no hay vuelta de hoja.
¿Cómo ignorar a mi amigo gigantesco y moreno como un tinaco Rotoplás que era llamado 'Conejito' por su diminuta novia, quien a su vez era interpelada como Mazapán? Lamentable, por supuesto, pero no mucho más que mis queridos Bombonette (con pronunciación francesa que omite la última "e"), Chucupún, Ratita, Silbidín (una amiga muy flaca) y Pachuli. A veces pienso que no estoy rodeado de personas reales, sino de personajes de 31 Minutos.
Bisbirije era risible en mi amigo el rudo practicante de artes marciales, y Beibi sólo es permisible si tu segundo apelativo es Yisus, pero las variantes de "Cosa" siempre me han puesto los pelos de punta: Coso (es el masculino de Cosa, get it?), Cosito, Cosita, Cosirri, Cosimín (me imagino inspirado en el vietnamita Ho-Chi-Mihn), Cosalilla y Cozomatli (no pregunten), espetados por una pareja de amigos que acabó peleadísima y sin volverse a dirigir la palabra, hacían hervir la sangre de quienes los escuchaban enunciados en voz alta.
Un episodio de Seinfeld hacía clara crítica hacia la práctica del nombrecillo afectuoso utilizado en público, cuando Jerry y su chica en turno se dirigían entre sí con el remoquete de Shmoopy (rimando con Snoopy). La táctica de su amigo George para hacerlos desistir era hablar como bebé, y el baby talk resultó como catorce veces más molesto que el nombre de cariño… pero no hacía desistir del todo a los implicados.
¿Pero quieren saber qué es peor que dichos nombres? Decírselos a la persona equivocada. A veces abusamos de esas expresiones afectivas con tanta frecuencia que acabamos por incorporarlas automáticamente a nuestros patrones de conversación, y metemos la pata llamando a la persona errónea por un apodo o calificativo que no le corresponde. Un día le pregunté a mi amigo el Zorroleón si tomaba café con dos de azúcar y me respondió con un "Sí, mi vida" tan sincero e instantáneo que nos quedamos mirándonos en un rictus de incomodidad mutua como si estuviéramos filmando una película llamada Brokeback Kitchen. Y tengo un amigo que quedó visiblemente traumado después de llamar a su madre con el nombre que acostumbraba usar con su novia mientras hacían El Monstruo de Dos Espaldas. Claro, este pelmazo le decía Mi Diosa a su chava en esos momentos de pasión, así que se merece el incómodo interludio con su jefa nada más por principio de elemental sentido común. Mi Diosa. Quiero vomitar.
No hay esperanza cuando el mal ejemplo de los remoquetes amorosos hace su aparición en un círculo social. Tus rudos amigos y tus amigas sexzorronas se vuelven Ositos o Panditas de forma risible. Y aún recuerdo a un nerd desagradable, amigo de un pedante médico cercano a mi familia, que se refería a los objetos de sus afectos como "Mirreinas", con inflexión agringada, precediendo la aparición de esos funestos personajes hijos del privilegio social en nuestro vernacular por más de 20 años.
La Nenorra. El Pichichi. Lobitín y Lobitina. El Chiquirriqui. La Bebé. La madre que los parió a todos, ¿no hay límite para tanta cursilería? Recuerdo que en la universidad la novia de un jugador del equipo de fútbol de la carrera tuvo la feliz ocurrencia de ir a ver a su hombre para echarle porras, con tan mal tino que decidió dirigirse a él desde la tribuna con su nom du mandile: Chiquito. Ajá. Como lo escucharon. Por supuesto, los albures no se hicieron esperar. Después de que ella le gritó un par de arengas inocentes ("¡Muy bien, Chiquito!"), el resto de los barbajanes espectadores sin escrúpulos (¡PRESENTE!) comenzamos a ver de qué forma podíamos empeorar la existencia de ese pobre güey. Gritos de "¡Aprieta, Chiquito!" y "¡Chiquito, mándame tu centro!" fueron tan solo la proverbial punta del iceberg de corrientez que hundió ese Titanic balompédico. Creo que el hecho de que su chica le gritara por su apodo significó irse abajo por dos goles de manera automática, anímicamente hablando.
¿Me considero cursi para poner apodos y sobrenombres cariñosos? Claro. Decir que no sería mentir. Todos confiamos en nuestra supuesta originalidad y mesurado buen gusto en instancias así, pero la verdad suele yacer más en el terreno de la generalidad. No, tus "mamitas" no son mejores ni menos nacas que las que suelta Marcelo Ebrard. Así que búrlate de sus estúpidas decisiones como servidor público, su actitud de superioridad mal ganada o su sumisa actitud ante el Peje. Pero o de sus cursilerías. No estamos en condición de arrojarle la primera piedra.
Atentamente,
Churumbelito.
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